jueves, 15 de octubre de 2020

CAPÍTULO 17 - DESESPERANZA. CAPÍTULO 18 - MIEDOS

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CAPÍTULO 17 - LA DESESPERANZA

 



"El destino se lleva siempre su parte y no se retira hasta obtener lo que le corresponde"

Haruki Murakami, escritor japonés. 


La tormenta los levantó, arrastrándolos más allá de las dunas, por encima del mar hasta la linde de un bosque con vistas al puerto marítimo. Pero ellos no lo sabían, porque el interior de la lámpara, por muy acogedora que resultara, no tenía vistas al exterior y sólo sintieron el movimiento, los bamboleos del viento y de forma repentina el choque al caer al suelo. 

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Cada pocos pasos miraba hacía atrás, esperando que el pirata me encontrara y me hiciera pagar por el asesinato de su amante, pero hacía días que había ocurrido aquél desastre y seguía viajando, buscando el puerto del que había oído hablar al Flautista, el puerto de la Desesperanza; allí encontraría a quien me ayudaría, "un amigo" lo llamó el tabernero, que sabía el valor de cada tesoro y aquello que se sacrifica por conseguirlo. Las calles olían a mar encarcelado, sal corroyendo madera, agua estancada, vida marina muerta y sueños abandonados en las notas de olor a alcohol que me llegaban mientras avanzaba. Atardecía ¿tan difícil iba a resultarme encontrar un cartel con el mismo nombre del puerto? Cada pocos minutos me sorprendía el sonido de gritos, a veces por la faena de los pescaderos, otras, por la muchedumbre que se escondía en las callejuelas al igual que ratas corriendo de sombra en sombra. Me golpeaba el corazón acelerado en los oídos, me martilleaba por el miedo mientras buscaba y al final, cuando el sol se había dormido y las estrellas comenzaban a verse, desde una de las calles vi el resplandor de la magia en un cartel. 

Aceleré, se veía suspendido sobre el tejado más bajo, brillando con suavidad, como una estrella más. Giré la esquina y allí estaba, una casa árbol sacada de un cuento y aunque no era un árbol real tenía el aspecto de serlo. Los ladrillos parecían madera y las ramas tubos de los que salía el humo de alguna estufa, colocados a ton ni son. Una cuerda colgaba de uno ellos como si fuera la soga de un ahorcado. Había magia allí, si, pero me estremecí por lo perturbadora que resultaba. 

Me hicieron esperar en lo que parecía una salita, llena de asientos, acogedora y con buena temperatura, pero desde el minuto uno me sentí observada, como si tuviera los ojos de un ser invisible clavados en mi persona, para estudiar mis gestos y expresión. No podía dar la sensación de estar nerviosa o fuera de lugar, como si aquella experiencia me estuviera grande y fuera a quebrarme con un pequeño susto. Crucé las piernas, apoyé la espalda en el sillón y respiré mientras contaba hasta diez muy lentamente, dejando la mente en blanco o al menos intentándolo. Creándome una fachada, creyendomela, mientras oía susurros entre las paredes y conversaciones apagadas.

-Bienvenida - giré el rostro para encontrarme con la sonrisa traviesa de un joven que me miraba sin parpadear. - Ya puedes entrar, por favor, por aquí.

Me indicó que pasara por la puerta que tenía justo enfrente. Entré antes que él a lo que parecía un despacho a la par que una cueva, las paredes eran de piedra y estaba decorada con un par de estanterías llenas de objetos a los que no le presté demasiada atención y pequeños tesoros. Una mesa y un sillón en el centro. 

Se sentó detrás del escritorio, acomodó los brazos sobre la madera, colocando una mano blanca y delicada bajo la barbilla y me miró con la misma sonrisa con la que me había hecho entrar. Confundida pestañeé un par de veces, después cogí aire y abrí la boca para hablar. No podía cagarla.

-No intentaré hacerme la listilla diciendo que no me sorprende la edad que aparentas, pero supongo que nadie es lo que parece. 

Ladeó la cabeza de forma encantadora, sin perder la sonrisa traviesa, y le sonreí a su vez. 

-Y tu, ¿que pareces?

Nos miramos fijamente y me acerqué.

-Más cándida de lo que soy. - Me senté en el borde del escritorio con una naturalidad que ni siquiera sabía que llevaba dentro, aparentando algo que quizás no era, o sí. Lo único que sabía es que ese juego iba a llevarme lejos, muy lejos y sólo esperaba que el precio no fuera demasiado caro. Al fin y al cabo quién no juega...- Traigo algo que venderte, pero creo que podemos hacer un trato mucho más jugoso.

La sombra que proyectaba en la pared de piedra se movió para centrar su atención en mi, él se movió unos segundos después, con gestos perezosos y juveniles, sin perder la sonrisa ni un instante, mirándome con unos ojos que mostraban al adulto que había realmente en él. Me estremecí. 

-¿A sí? Digamos que estoy interesando en oír tu propuesta ¿qué voy a ganar y lo más importante, que estás dispuesta a dar?

La sombra se alejó de su dueño para cerrar la puerta, la seguí con la mirada mientras iba y venía y me centré nuevamente en los ojos de mi anfitrión. Tragué saliva.

-Viviré contigo - esperé un par de segundos para que mis palabras se asentarán, brillaban sus ojos - Haré las tareas que me asignes sin rechistar. Tengo ambiciones que atender y necesito aprender.

-¿Cuando llegamos a la parte de mis ganancias? - enarcó una ceja.

-Tu ganancia soy yo, obviamente. - puse los ojos en blanco envalentonandome - Tienes un negocio en las sombras por dos posibles motivos, falta de carisma para llegar a otros estratos sociales y, o...miedo. 

Frunció el ceño unas décimas de segundo, lo suficiente para que me diera cuenta y poder sonreír para mis adentros porque me llevaba un tanto frente a su momento de vulnerabilidad. Quizás el no había perdido la memoria pero todo el mundo tiene sombras y algo que temer.

-No te necesito. 

Sonreí, temblando ligeramente pero inclinándome sobre el escritorio para que nuestros ojos quedaran a la misma altura.

-Me has necesitado toda tu vida. 

Tragamos saliva a la par. Nos habíamos metido en arenas movedizas. Su sombra se partía de la risa detrás de él; yo sólo quería que aquél instante acabara. 


CAPÍTULO 18: MIEDOS





No se veían lágrimas en los ojos del pirata ¿por quien lloraría si no la conocía? Solo había sido piel y sudor, la calidez de dos lenguas desesperadas por sentir el contacto con la otra y poco más. 

Y aún así, tumbado en el colchón, arropado por la oscuridad y con los ojos abiertos de par en par, sintió la humedad pesando hasta resbalar y perderse entre los mechones de su pelo negro, desapareciendo cualquier rastro de pena. Tenía el ceño fruncido, no lloraba por ella, ¿o si? No, en realidad no. No podía mentirse más así mismo; lloraba por él, por su sentimiento de soledad y la necesidad de sentir y buscar afecto. Porque una tormenta en océano abierto resultaba menos aterradora que el vacío que le vibraba por dentro y el nudo en el pecho que lo atormentaba, presionando y dejándolo sin respiración. Campanilla dormía pegada a él, soltando brillo con cada exhalación. Giró el rostro muy lentamente hacia ella y sonrió, sin luz en el profundo de sus ojos y con marcadas líneas dibujadas en su frente. Movió la mano hacia ella de forma involuntaria, extendiendo el dedo para acariciarle la mejilla, pero apretó el puño y volvió a colocar el brazo sobre el colchón y lloró, una vez más, en silencio, la presión cada vez más grande en su pecho. Se ahogaba por acallar los hipidos, no quería despertarla y estaba cayendo en picado, muy hondo, mientras los pensamientos mas oscuros y venenosos hacia si mismo se arremolinaban en su mente sin poder pararlos. La respiración se le agitaba en los pulmones robandole el aliento y los espasmos asfixiandole las pocas energías que le quedaban. Abrió los ojos por puro pánico, sin saber cuanto tiempo llevaba así, quizás segundos, quizás horas... para que sus ojos se chocaron con los pequeños iris azules de la mujer que llevaba anhelando desde que despertó sin memoria. Se miraron, un acto tan simple como ese y su respiración se fue calmando, se apaciguaron las voces de sus pensamientos y las lágrimas dejaron de brotar, porque el mar estaba en aquella mirada minúscula, no en la sal que había manado del pozo de sus ojos.

-No puedo aportarte la luz que mereces. - Se sinceró con voz ronca. En medio de esa oscuridad y rodeados de silencio, no quedaba rastro del pirata despiadado que intentaba parecer, perforada la fachada, se descubría al hombre roto y sin esperanzas que era por dentro. Ella siguió mirándolo, impasible, con esa luz propia tan brillante y dorada y le comenzó a sonreír lentamente. El hombre juraría que dejó de sentir el bombeo de su corazón cuando además de sonreírle, puso los ojos en blanco y se señaló a si misma, transformando un gesto tan inocente como una sonrisa, en pura coquetería, lo que consiguió arrancarle a él una mueca dulce. Aun así, en su mente, seguían unidos hilos de confusión y el vínculo que los mantenía juntos, pululando, atormentándolo y dándole paz a partes iguales. Podía asegurar que en algún momento del pasado había usado su crueldad contra ella y sabía que no merecía más que soledad, aquella que notaba acechando en el nudo del pecho, en lo más oscuro de sus miedos, aguardando un segundo de debilidad, tan sólo uno. Y aunque supiera que lo que necesitaba era la luz de aquella mujer tan menuda, su calor, la paz que le trasmitía, el sosiego de sus carcajadas y las cien y una emociones que se dibujaban en su rostro, debía renunciar a toda ella ¿sería capaz? si no quería condenarla debía hacerlo. Todo cuanto tocaba acababa roto. 

La miró con ternura, no aguantaría que le ocurriera lo mismo que a la mujer pelirroja. 


El Flautista suspiró mientras sujetaba con firmeza el espejo de Bestia. Observarlos a todos era una tarea pesada pero necesaria después del traspiés con la sirena. La miró con pesar, bien sabía que no estaba muerta y aún así, verla inmóvil en aquella cama le hizo dudar del plan que había puesto en marcha. Las vidas se estaban cruzando de forma inesperada ¿Cenicienta y Peter Pan? ¡Quien lo hubiera dicho! Sacudió la cabeza, Peter había resultado ser un caso difícil, recordaba más que ninguno de los otros personajes, suponía que por su forma de aferrarse a su niño interior, pero sus miedos parecían haberse hecho mas grandes y resultaba imprevisible. 

Acarició el cabello rojo de la mujer, metió el espejo en el armario y echó la llave, no iba a arriesgarse a cometer el mismo error dos veces. Pensó en Hada Madrina ¿Cuánto tardarían en volver a verse? Salió de nuevo a la barra y se animó escuchando a los enanos montar la fiesta de esa noche con cajones improvisados. Bella bailaba en el centro, junto al hombre de los bosques. Garfio llevaba dos días sin aparecer, al igual que Campanilla. Suspiró de nuevo, tendría que volver a actuar para que nadie se quedara atrás. 











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