Os prometí la historia que mandé a concurso y que van publicar en el libro de La Lectura de Ramón
y aquí os la dejo. Os la presento tal cual lo envié ¿por qué? No he acabado totalmente satisfecha con el relato y bueno...antes que modificar lo que mandé prefiero enseñaroslo y que valoréis vosotr@s mism@s.
Además, nuevamente tengo que agradeceros vuestras visitas a este mundo de locura y magia; ya son más de 10000 y estoy muy feliz, de verdad, así que supongo que como agradecimiento no esta mal compartir una historia ¿no?
Huellas
Mi jefe oyó hablar de
Carolina por los amigos de unos amigos, y siguiendo el impulso de los
científicos locos nos pusimos a buscarla hasta dar con ella. Fue difícil, pero
al final conseguimos una dirección localizada en mitad de la nada, a las
afueras de la ciudad y como un Sherlok Holmes atraído por el misterio que
encerraba su historia, me subí al coche de mi jefe y tras un largo viaje
alcanzamos una cabaña rodeada de álamos blancos y lavandas. Supongo que nos
estaba esperando, porque abrió la puerta antes incluso de que mi jefe alzara el
puño para llamar.
No supe dónde fijar la vista cuando
la tuvimos enfrente por temor a incomodarla, pero lo cierto es que el único que
estaba incómodo era yo. Sus ojos, al menos el izquierdo, eran de color castaño
con motitas verdes, pero el derecho estaba totalmente cubierto por una catarata
que la había cegado.
Nos sirvió té en tazas de colores y
sonrió cuando vio que le observaba las orejas de forma descarada, las costras y
heridas que las recubrían parecían dolorosas; asintió cuando le hice la
observación.
Ya apenas duelen – dijo – me salieron cuando repetí
curso. Pero empeoraron cuando tuve que dejar la carrera – y su risa sonó despreocupada, casi feliz,
aunque su ojillo castaño evitó mi mirada. No nos atrevimos a preguntar por las
manchas violetas que formaban constelaciones en sus mejillas y frente, y mi
jefe prefirió explicarle los motivos que nos habían llevado hasta allí, aunque
por su falta de asombro supuse que quien le había avisado de nuestra visita también
le había explicado la curiosidad científica que nos había hecho buscarla.
Me han dicho que no enfermas nunca – carraspeo – Soy
el jefe de laboratorio de una empresa farmacéutica que está empezando y creo
que con tu ayuda podríamos atacar de una vez por todas a esas enfermedades que
aún se nos resisten. Podríamos ayudar a muchas personas y salvar vidas.
Recuerdo que ella sorbió de su taza y
volvió a mirarnos con una sonrisa apenas esbozada en sus labios rosados.
Cierto, nunca enfermo – dijo – Bastante tengo con lo que tengo ¿no? Sedúceme
con tu proposición ¿Qué queréis de mí?
Escuchó atentamente la oferta de mi
jefe y yo saqué el contrato y el certificado de confidencialidad; lo leyó todo
y firmó los papeles sin pensárselo mucho. Me los entregó con una sonrisa
pícara. Nunca olvidaré sus palabras: Parece
que vamos a ser compañeros de trabajo.
Acabamos el té mientras hablábamos de
cosas sin importancia, lavó las tazas, guardó algo de ropa en una maleta, metió
un álbum de fotos en su bolso, un libro y cerró la puerta con llave cuando
salimos hacia el laboratorio; antes de seguirme apoyó la mano en la puerta de
madera, juro que pude percibir como se estremecía, después se volvió hacia mí y
pude ver antes de que se metiera las manos en los bolsillos, como una marca
rojiza se había dibujado en la palma de su mano.
Dos días después volví a verla.
Escuché su voz hablando con los del turno de noche, se despedía de ellos, su
tono y ligereza al hablar me hizo imaginármela contenta, sonriente. En realidad
lo estaba.
Hola compi –
me dijo cuando me vio entrar colocándome la bata y no pude hacer otra cosa que
no fuera sonreír. La habitación olía a lavanda.
Resultaba fácil estar con ella, te
contaba infinidad de historias mientras le agujereabas el brazo para sacarle
sangre o le hacías correr en la cinta cada vez más rápido. Algunas historias
eran suyas, como cuando le salió su primera marca:
Sería imposible olvidar a Melocotón, mi gato. Murió cuando tenía unos
seis años – alzó su
muñeca izquierda y pude ver la mancha oscura, como un brazalete, que la rodeaba
– Tenía tendencia a enroscar su rabo en
esa zona cuando estaba contento.
Otras historias eran de mitología y
dioses, sobre personajes de libros, sobre religiones caídas en el olvido o
sobre arte. Todo adquiría un toque más interesante cuando salía de sus labios,
porque lo bañaba con su entusiasmo y su pasión. Y me encantaba.
Me sentía vivo a su lado, deseoso de
desentrañar los misterios que la envolvían, de entender qué la motivaba a
sonreír cuando su vida había sido tan dura, de descifrar el brillo de sus ojos
cuando caía la tarde y se tomaba un merecido descanso fumando un cigarrillo en
la azotea del edificio y permanecía casi en total silencio.
Una tarde, mientras la preparaba para
hacerle un TAC vi las palmas de sus manos, además de la señal del día que
decidió venir con nosotros, pude apreciar cómo decenas de puntitos blancos le
atravesaban la piel, desdibujando las líneas de su mano. Le pregunté el motivo.
Con diez u once años dejamos el pueblo donde nací para irnos a la ciudad.
Dejé amigos, mi casa, todo lo que conocía hasta entonces. Me costó mucho
integrarme en ese nuevo mundo y cada vez que recordaba lo que había vivido en
el pueblo parecía como si me clavaran miles de agujas en las manos. Mi abuela
fue de gran ayuda en esa época, aceptaba que era diferente con sencillez y
disfrutaba mucho cuando me dejaba apoyarme en su hombro y me contaba historias,
perderla fue muy doloroso, al igual que al resto de mi familia – hizo a un lado la bata que llevaba
puesta y me enseñó su clavícula, una marca como de una quemadura la cubría;
después bajó el cuello de la camisetilla hasta mostrarme parte del pecho, en la
zona exacta dónde se encontraba el corazón tenía varias circunferencias
dibujadas en color negro, una especie de diana que apareció en su piel como una
marca de nacimiento –. Cuando todos ellos
se fueron me aparecieron estas marcas. El amor siempre es doloroso.
Cuanto más sabía de ella más quería
conocer. Las horas de trabajo se pasaban demasiado rápido entre pruebas,
esterilizaciones, exámenes físicos y las preguntas que le hacía para intentar
apagar la obsesión que llevaba semanas germinándose en mi cabeza.
Son huellas, marcas de personas que pasan por mi vida y tocan algo dentro
de mí. Momentos que he vivido a lo largo de mis treinta y tantos años y que han
hecho de mi lo que soy. Situaciones, buenas o malas que alimentan mi corazón.
Lo que ves es un mapa, como el del sistema solar, como el de cualquier ciudad,
que indica qué es importante, qué es doloroso, qué rozó mi alma, qué no debo
volver hacer o que no deseo sentir de
nuevo–. Se
quitó la chaqueta y se quedó en tirantes y pantalón de pijama frente a mí.
Llevaba dos meses como ratón de laboratorio y aquél día sus labios no sonreían,
su ojo castaño no brillaba y la energía que desprendía, mezclada con su olor a
lavanda, llegaba a mi como una triste oleada de recuerdos – Seguro que hemos tenido experiencias
parecidas y has conocido personas que te han marcado al igual que a mí, la
diferencia es que mis marcas son visibles y nunca acaban de curarse. ¿Amigos
que realmente no lo son? – Me mostró un costado cubierto de moratones
parecidos a pellizcos – ¿Mentiras?
¿Decepciones? ¿Seres queridos que se van?...
Cortes que se abrían de vez en cuando,
erupciones que impedían que durmiera del dolor, quemaduras que coloreaban su
piel para siempre…
Cuando le pregunté cuál había sido el
sentimiento que le había causado el dolor más intenso me miró con sus ojos, el
ciego y el castaño con motitas verdes, de forma fija y penetrante; después, con
increíble agilidad se desprendió de la zapatilla y me mostró la planta del pie
derecho.
El odio – Y
durante unos segundos su rostro envejeció y su pie sangró. No explicó nada,
pero tuve que curarle las heridas mientras ella silenciaba gemidos de dolor. Cuando
acabé se tumbó sobre la cama y se tapó con la manta. Pero será el amor el que acabe conmigo, es demasiado desolador; no sé
cuánto más podré aguantarlo. Sostuvo mi mirada con su ojo bueno y al final
tuve que salir de la habitación con la cabeza gacha.
¿Me enamoré? Quizás en uno de esos
momentos en los que la observaba fumarse un cigarrillo mientras caía el día y no
hablábamos, o tal vez cuando me enredaba en sus historias, que enlazaba para
hacerme creer el sultán del cuento de Sherezade. O quizás fue su cuerpo,
marcado, pero del que deseaba ver hasta la parcela más pequeñita de piel. Pero
quizás no deba engañarme. Ella hacía de mi alguien mejor, lo supe después, pero
lo que ocupaba constantemente mi pensamiento era la fantasía que había creado
en torno a ella y mi propia vanidad.
Tras dos meses de reconocimiento y
análisis, debíamos pasar a la fase de inoculación para observar cómo
funcionaban los virus y enfermedades en su organismo. Nunca imaginé el dolor
que íbamos a infringirle.
Los cigarrillos ocasionales al caer
la tarde se convirtieron en tradición obligada al amanecer. Pasaba las noches
entre fiebres, temblores y multitud de síntomas mientras su cuerpo luchaba
contra virus de la gripe, sarampión, ébola, malaria… Todo lo superaba; en el
laboratorio no daban crédito, pero a mí sólo me importaba ella y el misterio
que velaba su sonrisa. ¿Cuánto tiempo transcurrió? Dejó de importarme, al igual
que los resultados de las pruebas.
Una noche, mientras dormía totalmente
agotada acaricié su mejilla reseca, cubierta de manchas moradas y observé su cuerpo
extraño de formas redondeadas y belleza oculta tras tanta herida y cicatriz. Se
removió en sueños y la dejé descansar.
Mi jefe me esperaba en la puerta, él
también había acabado cogiéndole cariño y me dio medio día para sacarla de
allí, un descanso para toda aquella tortura consentida. Una pequeña liberación
para que volviera a sonreír.
Tomamos la carretera cuando el sol comenzaba a esconderse, hacía
algo de frío pero igualmente bajó la ventanilla y su pelo comenzó a jugar con
el viento. Paré junto a un riachuelo ruidoso, ella bajó del coche, se descalzó
y metió los pies en el agua mientras yo la observaba reír y girar sobre si
misma apoyado en el capó, con un paquete de cigarros en una mano y el mechero
en la otra. Hacía rato que la luz había desaparecido, pero la luna comenzaba a
coger altura y la iluminaba suavemente cuando se acercó a mi ¡parecía una chica
más! Una mujer corriente junto a un hombre normal.
Acerqué mis labios a los suyos,
perfectos y suaves. Mi mano buscó su cintura y pegué nuestras caderas mientras
dejaba que absorbiera mi aliento. Yo aspiré su aroma a lavanda y dejé que mi
mano recorriera su cuerpo.
Pero ella no era corriente, por más
que la luna la hubiera disfrazado ante mis ojos. Y me amó con pasión
desbordante, con el dolor de treinta años de heridas, con las cicatrices que
nunca cerraban, con la felicidad que no era tal tras millones de sonrisas.
Y yo, acostumbrado a lo vulgar, me
sentí abrumado. La amé aquella noche, sí, pero la fantasía que había construido
a su alrededor se quedaba corta ante la realidad que verdaderamente ocultaba. Y
su misterio se volvió más complejo, más confuso y supe que no estaba a la
altura.
El silencio al regresar se me hizo
ensordecedor, pero me sonrió cuando aparqué el coche frente al edificio. Su
mirada brillante y triste; supongo que porque ella había comprendido todo antes
incluso que yo mismo.
Se inclinó sobre mí, me dio un beso
en la comisura de los labios y me abrazó, inundando mis fosas nasales con su
olor a lavanda.
Para cuando lo necesites y no esté – me dijo antes de salir por la puerta y entrar al
laboratorio con la espalda algo encorvada.
Al amanecer sonó el móvil, pero los
remordimientos me habían impedido dormir, por lo que no me despertó. Carolina
había muerto.
Tragué saliva y me obligué a
respirar; yo la había matado.
No quiero que os quedéis ciegos y ya que la última vez que subi un cuento la letra era mini, mini, he querido compensar ;-)
Mordiscos dulces para tod@s y recordar que me encanta leer vuestros comentarios
A mi me gusta :)
ResponderEliminaraunque si es cierto (como enchufe que tengo) que la primera versión me llamaba más... el tener un máximo de palabras para un concurso también te corta la imaginación... modíficalo a tu gusto y muéstranos lo que puedes llegar a hacer! :)
Que novela-cuento tan detallado, me puedo imaginar cada detalle al milímetro. Y el tamaño de letra perfecto jejeje. Para las próximas novelas o cuentos te voy recomendando nombres: Jessica es un nombre muy bonito, que sí, que Carol también está bien ��☝��✌
ResponderEliminarGenial! Señora escritora!