Os dejo un nuevo cuento para entreteneros durante un rato.
Espero que os guste:
Curiosidad
Mis
hermanos y yo estábamos en casa de la abuela inmersos en la típica limpieza de
primavera. Aunque a mi abuela este año le había dado por hacerla a lo grande y andábamos
trasteando, arrojando y limpiando objetos que nunca antes habíamos visto. En
algunas zonas, el polvo acumulado podía ser catalogado de prehistórico, pero
todo tiene un lado positivo y a pesar de que íbamos acabar totalmente exhaustos
y cubiertos de mierda, dábamos por seguro que encontraríamos alguna antigüedad
que nos ayudaría a indagar en el pasado familiar.
Habíamos
echado a suertes las zonas que teníamos que poner en orden, así que desde hacía
casi una hora andaba metida en el desván luchando con telarañas gigantes y
capas de polvo de al menos ochenta años que se mezclaba con mi sudor, dejándome
una textura extraña en la piel. Por única compañera, una bombilla de luz
anaranjada que estaba en las últimas.
Nunca
antes había entrado en aquella habitación de la casa y todo era nuevo para mí.
Así que, cuando ya estaba recolocando el último rincón, tarareando las
canciones repetidas por undécima vez en la radio y pensando que no encontraría
nada interesante, me topé con un baúl medio roto que abrí ilusionada. Dentro,
ropa muy antigua y desgastada de mujer y un cofrecillo oscuro con las esquinas
bastante deterioradas. Parecía que se iba a romper entre mis manos cuando lo
cogí. Era muy pequeño, con relieves en los lados, una inscripción que no pude
leer por la falta de luz y una cerradura oxidada. ¿Qué habría dentro? Busqué
entre la ropa la llave, pero no encontré nada, así que lo dejé junto a la
puerta, terminé de limpiar y bajé lo más rápido que pude para preguntarle a la
abuela que había dentro y dónde estaba la llave; pero tardó un buen rato en
hacerme caso de tan enfrascada como estaba intentando limpiar una mancha que
solo ella era capaz de ver.
—¿De qué cofre me hablas niña? ─dijo finalmente sin mirarme.
—De éste abuela ¿sabes dónde
está la llave?
Cuando
me miró y vio lo que llevaba en las manos sus ojos se abrieron ligeramente, se
le dilataron las pupilas y se le cayó la bayeta al suelo. Sus manos temblaron
hasta que las apoyo en sus piernas y evitó mi mirada. Tras unos segundos tomó
aire, recogió la bayeta y se puso a frotar el zócalo de nuevo.
—La llave se perdió hace mucho
tiempo. Arrójalo, no tiene ningún valor.
—Pero ¿Qué hay dentro? ¿De quién es?
—Era de tu abuelo y si la llave
no está dónde has encontrado el cofre es que dentro no hay nada. ─Hizo una pausa, suspiró y
volvió a mirarme─ Deshazte
de eso ¿No ves como esta? Tiene que tener carcoma.
Resignada
salí a la calle para arrojarlo, pero algo en la actitud de mi abuela mezclada
con mi propia curiosidad me hizo volver dentro y guardarlo en mi mochila.
Aunque en mi pueblo aseguran que la curiosidad no es buena consejera.
Al
volver a casa me duché, me puse ropa cómoda y me encerré en mi habitación. No
tenía ningún motivo para no contarles el descubrimiento a mis hermanos, pero no
me apetecía lo más mínimo, así que lo limpié sola con un paño húmedo y estudié
la inscripción.
Parecía
una palabra, pero debido a la caligrafía infantil con la que estaba escrito, me
costó unos minutos distinguir el nombre: María
Repasé mentalmente mi árbol genealógico
y caí en la cuenta de que sólo había habido una mujer con ese nombre en mi
familia, mi tía abuela. Aquello sin lugar a dudas era una reliquia familiar,
así que el cofre que sujetaba debía ser de ella, de la hermana mayor de mi
abuelo, que murió siendo muy joven. Forcé la cerradora sin ningún cuidado y
abrí la tapa; el olor a viejo alcanzó mi nariz mientras cogía unas hojas
amarillentas de aspecto gastado, como si se hubieran leído una y otra vez
durante mucho tiempo.
Las
desdoblé y empecé a leer:
“No sé
en qué manos ha caído este testimonio; ojalá fuera en las tuyas amor, pero lo
dudo mucho.
No se
escribir, por lo que mi hermano pequeño está escribiendo esto por mí, porque comparte
y entiende mi dolor. Madre me ha encerrado para que no vuelva a verte; ni
siquiera me deja salir al mercado, así que ocupo el tiempo limpiando la casa
una y otra vez.
Sufro
por la falta de libertad, por saber que no tengo fuerza para enfrentarme a ella
y por saber que no voy a volver a verte. Estoy cansada de esperar que las cosas
cambien, triste porque no puedo vivir una vida que sólo alcanzo a ver en sueños
y enferma. Mis hermanos intentan ayudarme todo lo que pueden, les preocupa mi
salud, pero a mí, a estas alturas, todo me da igual. Aunque en un último y
desesperado intento, he hablado con madre para hacerle entender que nos
queremos y que eres lo suficientemente bueno para mí, para hacerme feliz. Pero
intentar que me escuche ha sido como pretender derribar un muro de piedra con
mis manos. Un esfuerzo inútil.
No
tengo forma de protegerme de ella ni de su forma de cuidarme, siempre ha sido
demasiado fría, intentando controlar la vida y felicidad de todos pero sin
llegar a ser capaz de protegernos de lo verdaderamente dañino. Me ve débil,
vulnerable y lo soy, pero es tarde para defenderme del mundo. Lo ocurrido no
puede cambiarse; todos en esta casa lo sabemos, no se puede remediar el pasado
pero ella, si quisiera, podría ayudarme a construir algo hermoso contigo, algo
que me hiciera sentir normal y viva.
Tú y
la rutina seríais un alivio para mi dolor. Pero nunca lograré hacer que lo
entienda. Es imposible
Mi
hermano y yo somos conscientes de la maldición que pesa sobre la familia. Hace
tiempo que el amor se alejó de nosotros montado en un tren camino a la guerra y
acabó aplastado bajo el desastre y la pena de la sangre y las balas. Padre
murió y con él, la esperanza de la felicidad. Sufriremos el desamor y el olvido
durante generaciones. Moriremos jóvenes o envejeceremos solos. No hay cura,
remedio o salvación para nosotros. El amor nos ha olvidado y ésta es nuestra
herencia.
Pero a
ti, amor, te libero. Quedas libre de estas cadenas. Reescribe tu historia y
borra mi nombre de tu pensamiento. Graba uno nuevo en tu corazón.”
Leí
las últimas líneas con un nudo en la garganta. Las letras que graciosamente
había comparado con las de un chiquillo de primaria eran de mi abuelo y habían
acabado siendo un borrón casi ilegible que demostraba el sufrimiento que había
vivido en aquellos momentos.
Mi
madre nos había contado a mis hermanos y a mí que la tía abuela María murió de
pena, alejada de quién amaba y por la carga emocional y física de haber sufrido
los abusos que sufren las inocentes y los desprotegidos en un mundo de hombres.
Me
estremecí, lentamente había caído en la cuenta del significado de las palabras
de aquél documento ¿de verdad éramos portadores de una maldición de ese
calibre? Si me paraba a pensar, era cierto que mi abuelo había muerto muchos
años atrás, mi tío Juanjo se había separado al poco tiempo de casarse, la
pareja de tía Carmen murió al poco de prometerse y mi padre estaba muy enfermo.
Eran hechos a tener en cuenta después de leer la carta, y lo que me parecía más
terrible es que ese supuesto sortilegio alcanzaba a terceros, a las parejas de
mi familia, y los privaba, igualmente, de la felicidad. Pensé en mis hermanos y
en mi misma ¿el destino iba marcando nuestro camino? Esperaba que no. Los
gemelos vivían la vida y no parecían dispuestos a ser fieles, mi hermana
acababa de empezar una relación y yo, yo vivía con el corazón roto desde hacía
un tiempo. Pero ese tipo de cosas pasaban en cualquier casa ¿no?
Me fui
a la cama con el corazón en un puño y pase la noche entre sudores y malos
sueños.
Al día
siguiente fui al cementerio con mi madre y visitamos la tumba de María.
—¿Qué paso con el hombre?
—¿De qué hombre hablas?
—Del enamorado de María.
—¡Ah! ¡Hablas de Plácido! Se
casó con otra mujer años después de que muriera mi tía. Creo que tuvieron tres o
cuatro hijos ─hizo
una pausa y señaló la lápida contigua a la de ella─. Pidió que lo enterraran a su
lado. Ésta es su lápida.
Miré
alternativamente las fotos de las tumbas. La imagen de él me mostraba a un
hombre moreno y de sonrisa cálida, la de ella a una muchacha triste y muy
bella.
—¿Crees que esta familia padece
una maldición? ─le
pregunté después de un rato en silencio.
—¿Una maldición? ¿De qué tipo?
—De amor.
Evitó
mi mirada, acarició ambas fotografías y se alejó. La alcancé unos segundos después
y esperé su respuesta. Suspiró.
—A veces lo he pensado, pero es
algo a lo que prefiero no darle muchas vueltas. La vida es como es, a veces
demasiado dura y triste, lo que nos facilita creer en maldiciones y milagros —hizo una pausa, cogió un mechón
de su pelo y lo enredó una y otra vez en su dedo— Y con respecto al amor, al tipo de amor que toca el alma y
dura para siempre, quizás es algo tan frágil que solo pueda existir en los
cuentos de hadas y las leyendas.
Tras
aquella conversación no volvió a surgir el tema, aún no sé muy bien porque. Quizás
sentí miedo. Pero escribo esto veinte años después, observando cómo se esconde
el sol desde la terraza. Sola. No es un anochecer bonito, ni tiene colores
memorables. Solo es la oscuridad engullendo a la luz entre tejados y chimeneas
que escupen humo.
Maldición
real o no, no hay nadie que me espere en casa. Nadie que me caliente las
sábanas cuando me acuesto tarde y mucho menos que me sonría detrás de la taza
del desayuno. El amor pasó por mi corazón, pero se fue, dejándome fría y con un
profundo vacío.
Y es
que, como aseguran en mi pueblo, la curiosidad no es buena consejera.
Todos los derechos reservados en el registro de la propiedad intelectual
Lo he leido muchas veces ya, y aun asi, se me siguen poniendo los pelos de punta...
ResponderEliminarSin duda este es tu elemento :)