domingo, 8 de julio de 2018

Sholty y de como ser grande, siendo tan pequeño.

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Dicen que la tristeza es como una esponja que lo va absorbiendo todo lentamente y lo mantiene en su interior.
Yo creo que no es así; las tristezas son goteras, filtraciones de agua en cada habitación que existe en nuestra mente.
Y cada uno de esos habitáculos es una situación, una persona, o un ser al que amamos, nos crea como personas, nos modifica y forma nuestros recuerdos.

En la casa que es mi mente hay muchas habitaciones dedicadas a personas y momentos y muchas de ellas tienen goteras, algunas mas grandes que otras; la gotera de Sholty es extraña, tan extraña que no sé como me siento.


Tengo 30 años, a él le faltaban unos meses para hacer quince así que ha estado en mi vida justo la mitad.
La mitad de mi vida con un ser que apenas medía lo que una caja de zapatos, pero que llegó tan cabezón y barrigón que bien podía haber sido una pelota si se hubiera hecho una bola.

El más egoísta de todos los pequeños peludos que hemos tenido hasta ahora pero el más adorable también. Se hacía un hueco en cualquier sitio, se subía a tus pies para no tener el culo frío, escalaba tus piernas para subirse a tu regazo y se daba la vuelta como un bebé para que le rascaras la panza.
Pero hasta que no llegó Bayron fue un crío que se meaba en cualquier persona que le llevara la contraria.
Sobrevivió a una operación de estómago, a la caída desde el cuello de un imbécil borracho y a la llegada de un mostrenco al que llamábamos Oso. Pero Sholty, con su tamaño, se hacía con el control de todo y cada invierno lo usaba como manta subiéndose a su lomo para dormir. Eramos, en parte, juguetes para él, pero era imposible no amarlo, porque el tamaño no lo es todo y él, en proporción, era como un pequeño potro salvaje que hacía lo que quería, cuando quería y como quería.


 Con esa cara de zorrillo, con sus ojos brillantes y negros, con sus orejillas siempre atentas; no le importó que le prohibieramos entrar a la cocina, aprendió a hacerlo de culo, era la mejor forma que tenía de parecer inocente si lo mirábamos y se sentaba como un chico bueno. Tan sinvergüenza, tan único y tan indomable.

Llegó desde Galicia junto a papa, llegó cubriendo la palma de nuestras manos y con una forma de comer y de beber tan graciosa que no dejó de hacerlo en toda su vida. Saltaba mientras bebía agua con esas patejas tan cortas y también mientras ladraba (si es que era imposible que ladrara sin saltar)
Con la edad empezó a dar cabezadas sentado, junto a la estufa de leña, adicto al calor y al invierno ¡era tan gracioso!
Perdió el pelo de las orejas conforme avanzaba en edad, parecía que tenía orejas de piel de murciélago; perdió dientes y acabo con un colmillo sobresaliendole de entre los labios y con la parte de arriba metida hacia dentro por la falta de caninos.
A veces, tenía los ojillos de cuando era joven, con ese brillo tan especial que los iluminaba cuando estaba pendiente de todo, cuando la casa era suya y nada escapaba a su control, pero en otros momentos sus ojos nos devolvían la mirada de un anciano, de esos a los que ya les pesa un poco la vida, pero siguen manteniéndose al pie del cañón porque lo han hecho siempre y la fuerza de la costumbre no se va de un día para otro.
Su carácter era tal, que incluso un día antes de poner punto y final a su historia, con la mitad de oxígeno alimentando sus pulmones, le quito el hueso al bebé de la casa, a Norte.
Ladraba para reclamar tu atención, cuando no hacías lo que el deseaba, con un sonido estridente y desagradable que no cambió nunca y supongo, que cuando usas tanto una parte de tu cuerpo, al final, se resiente. No es que sus pulmones fueran débiles, es que eran pequeños para todo lo que él pretendía hacer con ellos. Supongo que en su fuero interno tenía complejo de perro grande, por eso tenía ese comportamiento de que el mundo estaba a sus pies.





Tenía tanta elegancia innata, que casi siempre podías verlo con un mechón de pelo caído sobre el ojo ¡estaba tan guapo!

La gotera de Sholty es proporcional a todo lo que lo quería, no importaba su tamaño, el se comía el mundo y a quien se pusiera por delante cuando corría detrás de un objetivo: compacto, paticorto y cabezón; podría parecer que no era precioso en su conjunto, pero lo era. Y se estiraba para parecer más alto y casi, casi, parecía que lo era...














































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