martes, 17 de febrero de 2015

Conjuro - Una historia de magia y oscuridad

5 comentarios:
 
¿Recordáis el libro de relatos "Cuentos valientes para corazones cobardes"?
Pues aquí os dejo un nuevo cuento, un pelín más oscuro y con malas intenciones. Deseo que os guste, mis pasionales lob@s y bruj@s.


Conjuro




Un día más estamos todos aquí reunidos para iluminarnos con la palabra de Dios y con ella, protegernos de las tentaciones que el demonio y sus secuaces nos coloca en el camino del señor el cura del pueblo miró significativamente a las pocas mujeres que aún se dignaban a aparecer por la Iglesia cada domingo, ya fuera por fe o por presentarle un reto al padre Miguel Angel, que desde que había llegado al pueblo, hacía ya al menos veinte años, parecía llevar a cabo una guerra contra todas y cada una de las mujeres que allí vivían. Grandes o chicas, guapas o feas, para él representaban la debilidad y el pecado, la infamia y el mal en estado puro.
Y todas ellas estaban hartas.

Ese mismo día, cuando las tinieblas lo gobernaban todo y el silencio lo componía el chillido casual de alguna lechuza y el ulular del viento al arrastrar las hojas caídas de los árboles, un grupo de más de veinte mujeres envueltas en capas se internaron sin ninguna prisa en el bosque.
Las sombras lo poblaban todo pero ellas no necesitaban de velas ni linternas que les iluminara el camino, ya que el bosque les iba abriendo paso entre ramas desnudas y helechos espinosos. Alcanzaron entre murmullos de excitación y risas un claro cubierto de madreselvas y magnolias, les esperaban un grupo más reducido de mujeres, una gran hoguera y una figura de metro y medio hecha de cañas y enea. Era una representación casi perfecta del padre Miguel Ángel y lo habían vestido con una sotana como la que él llevaba diariamente y unas gafas idénticas a las suyas, cuadradas y anchas. El parecido era asombroso y todas se acercaron expectantes, sin saber muy bien que podían esperar de una noche como aquella.
Se repartió vino tinto, panecillos especiados y fruta. A ojos de cualquiera podría parecer una fiesta común, pero no lo era.
Aquellas mujeres formaban un aquelarre.

A media noche, con la luna en su cenit y las sombras más oscuras y densas, alguien comenzó a tocar un tambor de madera y piel. El sonido que producía era tan lento y grave que parecía que los corazones de todas las mujeres allí presentes palpitaban al unísono.
El rumor del tambor envolvió a la noche y al bosque hasta el punto de que el viento amainó para escuchar aquél ritmo siniestro que hablaba de antiguos ritos oscuros de sangre y fuego. 
Las más jóvenes, embriagadas por el vino, se desprendieron de las capas y comenzaron a bailar en círculos, rodeando la hoguera y la representación del cura, que apenas iluminado por las llamas parecía observarlas con severidad.

A unos kilómetros de allí el padre Miguel Ángel entraba a su habitación y abría el armario para sacar un bulto de ropa tapado con un plástico, regresó al salón de la casa parroquial y colocó el traje con mucho cuidado sobre el sofá. Conectó el DVD y puso la película.
Sabía que aquello estaba mal, pero dejaría los remordimientos para más tarde, cuando dejara de ver la cara de Morticia Addams con aquella sonrisa tan exótica y esa forma tan característica de alzar su perfilada ceja.
Aquél personaje lo había cautivado desde el momento en que la vio por primera vez, por sus curvas, por su atuendo oscuro y por aquella personalidad suya tan fría, ardiente y sofisticada.
Era la bruja de la que hablaba en sus sermones, el mal del que había que protegerse, pero no podía evitar, al menos una vez al año, hacer una excepción.
Cortó el filete tierno y jugoso del plato, se lo llevó a la boca y miró los labios color rojo sangre de Anjelica Huston. Delicioso. 

La danza, a estas alturas, se había enardecido y apasionado tanto que las mujeres se contorsionaban y movían al límite de sus fuerzas, fascinadas por el ritmo hipnótico de la música. La hoguera iluminaba casi completamente el claro, pero las sombras del bosque, atraídas por la magia que surgía de los cuerpos danzantes, se agitaban y desplazaban acercándose a ellas cuanto podían. Algunas creyeron ver formas de pequeños demonios y serpientes, otras, intuyeron fantasmas y entes que quisieron poseerlas, pero todas estuvieron de acuerdo en que la fuerza que sentían provenía de la noche y las tinieblas. Una energía que rugía por ser liberada.

Morella, la única allí reunida que aún llevaba puesta la túnica negra, se acercó a un caldero situado junto a la representación del cura, arrojó semillas dentro y prendió fuego al líquido. Del interior surgieron unas preciosas llamaradas azules que eclipsaron a las amarillo rojizas de la hoguera. Recitó unas palabras a pleno pulmón, haciéndolas resonar con gran potencia en la noche. Era un conjuro de poder, de tejer sombras y obtener la magia más potente y primitiva. Alcanzado ese punto el baile cesó, pero el sonido del tambor, tras el enloquecimiento anterior, reanudaba su ritmo grave y profundo como el de un corazón roto.
La bruja apagó las llamas del caldero de un manotazo y fue llenando vasos de cerámica de intrincados dibujos celtas. Una mujer mayor de cabellos largos y canosos se dedicó a ir entregándolos hasta que todas tuvieron uno. Morella se mantuvo en el centro hasta que sintió que era el foco de atención de todas las presentes, después, con un simple gesto de la cara, les animó a alzar la copa al cielo. Tras un silencio sereno en el que se reafirmaron como grupo, bebieron al unísono.

Miguel Ángel observaba con la fascinación de un chiquillo de quince años el tango entre Morticia y Gómez. El filete, ya frío, parecía olvidado en la bandeja que reposaba sobre sus piernas, pero por unos instantes no hubo para él nada más que aquella pantalla de televisión, aquella música y el cuerpo de aquella mujer.

A los pies de la escultura de cañas y enea apilaron una docena de palos secos, en la tierra de alrededor pintaron extrañas formas y en trozos de hoja, escribieron maldiciones y malos deseos destinados al cura del pueblo. Cuando acabaron, repartieron cuchillos afilados para todas y con la paciencia que te da el estar seguro de lo que haces, fueron acercándose a la escultura y llevaron a cabo el mismo rito. Tras clavarse el puñal en la mano derecha dejaban que gotas de su sangre bañaran la representación del cura, después, introducían la maldición entre los huecos de las cañas y murmuraban su petición al dios oscuro y a la madre tierra. Las más valientes o las más locas, gritaban a los cuatro vientos su sombrío deseo; pero todos sabemos que no hay nada más peligroso que el silencio, que se arrastra sigiloso como una serpiente hacia su víctima. Pocas mujeres callaron y solo Morella, la que daría por finalizado el ritual, se manifestó como la más letal y grandiosa cuando se desprendió de su túnica y expuso ante todas, su melena negra y aquel vestido blanco con transparencias. Dibujo un círculo con su propia sangre alrededor de la figura y los símbolos del suelo, formuló una plegaria silenciosa a la oscuridad y a los dioses antiguos de la muerte y lo prendió fuego. Con un estallido de madera seca la escultura ardió y se redujo a cenizas en cuestión de minutos.

Las mujeres fueron abandonando poco a poco el bosque, que terminó recuperando su quietud. Pero algo sombrío se había llevado a cabo allí aquella noche y todas lo recordarían.
Algunas mujeres, tiempo después, jurarían que aquella noche vieron una sombra, más oscura que nada cuánto hubieran visto antes, partir del claro dirección al pueblo.

En su casa, el padre Miguel Ángel se puso en pie tras finalizar la película y saco la ropa de su funda. Frente al espejo del baño se quitó el pijama y se puso el traje; el raso negro cayó hasta el suelo en cascada cuando se lo puso. Miró su reflejo, no era Morticia, eso estaba claro, pero vestirse y pintarse como ella le hacía sentirse mejor, mucho mejor. Buscó el carmín rojo en su bolsa de aseo y tapo su pelo castaño con la peluca negra. Volvió sobre sus pasos hasta el comedor y levantó la copa de vino mientras se sentaba como una dama en el sillón. Resignado miró el filete ya frío, aún tenía hambre, así que cortó un pedazo y se lo llevó a la boca. Masticó mientras su cabeza daba vueltas entorno aquella seductora mujer. Ella, como todas, era la portadora del pecado primigenio y la desgracia. Frunció el ceño y miró el vestido que llevaba puesto y que él mismo había confeccionado ¿en que lo convertía eso? Sintió la mácula de aquél desliz en su alma. Tragó. Y cualquier pensamiento nuevo que hubiera podido tener quedó paralizado pues el trozo de carne que se había echado a la boca se le atascó en la garganta obstruyéndole las vías respiratorias.
La sensación de asfixia se incrementó con la adrenalina, se puso en pie, intentando con todas sus fuerzas desobstruir la garganta, incluso se arañó la piel, pero sus esfuerzos fueron en vano. Sintió como perdía el conocimiento por la falta de oxígeno. Moriría así, con un vestido negro, peluca y ahogado con un trozo de carne. Patético.


Tras unos instantes de lucha, cayó muerto sobre la mesita auxiliar; en la caída pulso el mando a distancia, reanudándose la película. 

(Recordar que el cuento esta registrado en los derechos de la propiedad intelectual)

5 comentarios:

  1. ¡Una buenísima historia Selena! Muy bien relatada, la ceremonia está descrita con todo lujo de detalles y genialmente enlazada con el fatídico destino de Miguel Ángel :)
    ¡Besos y feliz semana!

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    1. Muchas gracias Tulkas. Y gracias por leerla y comentar.
      Un beso

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  2. pobre hombre...con lo contento que estaba el....jajajaj

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  3. Muy bueno,opino como Yara con lo bien que se lo estaba pasando el pobre hombre.

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